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El talante de la Rusia rural

6 Sep

Vladimir rondará los 45, usa gafas de sol, viste vaqueros y polo. Bien podría pasar por un pijo urbano, pero en realidad es campechano y despreocupado, un ‘gentelmán’ de provincias. Con acento en la ‘a’, como lo pronuncian los rusos. Le gustan la música americana y los discos de vinilo. Tiene una notable colección en el ático de su casa, que es una de las 4 habitaciones del hostal que regenta en solitario. No existe página web del lugar, tampoco hay recepción ni registro, las puertas están siempre abiertas, y lo digo en sentido literal. Cuando llegué el primer día crucé el salón y entré hasta la cocina buscando rastro de vida humana. Sólo encontré pepinillos en conserva. Tras algunos gritos in crescendo (¡¿hay alguien en casa?!) apareció una huésped en un pijama interesante y me explicó que Vladimir había salido «a por carne». Estamos en Suzdal, a unos 200 kilómetros de la capital.

Vladimir es parco en palabras, además habla un ruso cerrado que me cuesta descifrar, pero se nota que disfruta lo que hace. En invierno mata el tiempo con la carpintería, maquinando pequeñas mejoras para la casa. Limpia las habitaciones y cocina, vaya que si cocina. Ni que decir tiene que no hay menú ni horario: «¿qué quieres cenar hoy?», te pregunta Vladimir, justo antes de salir por la puerta trasera, cortar algunas verduras del huerto y meterse en la cocina. El chupito de vodka es innegociable. Así funcionan las cosas por aquí. Suzdal es un pueblecito del llamado Anillo de Oro de Moscú, con 10.000 habitantes, 5 monasterios y 30 iglesias, un retiro espiritual en sentido estricto. Las ramas de los árboles se tronchan de manzanas, hay tantas que nadie les hace caso. Los Mercedes Benz que circulan por el centro de la capital son aquí Ladas milenarios, muy pocas calles están asfaltadas. El aire es limpio, el ambiente relajado y la gente tranquila, sin codicia. Puede que Vladimir, mi anfitrión, sea un caso un poco especial, pero viene a reflejar el contraste de talante entre la capital y la Rusia de provincias.

A Suzdal llegan turistas extranjeros, tiran fotos de iglesias antiguas y se van antes de que caiga la tarde. Los pocos que hacen noche son en general nacionales y se quedan varios días, hasta semanas, como el que va a un balneario. Si dispones del tiempo suficiente, necesitas desconectar de la impostura de la capital y parloteas el idioma, disfrutarás de un lugar así,  de Rusia, vaya. Afortunadamente la fiebre moscovita por la comida americana, japonesa e italiana no ha tomado el pueblo, en Suzal me he reencontrado con la mejor comida rusa, y a precios ridículos, por cierto. En la cantina del convento de San Eutimio sirven por euro y medio una sopa de setas que es una experiencia religiosa.

Las abuelas del pueblo, la mayoría vuidas, venden en la plaza los ‘excedentes’ del huerto para sacarse unos rublos con que complementar sus pensiones irrisorias. Los jubilados son los grandes olvidados de la nueva Rusia. Si bien el salario de un veinteañero moscovita con carrera universitaria puede triplicar al de un español, la pensión de su abuelo será un tercio que la del mío. No sorprende pues, que exista entre la población rural y jubilada cierta añoranza de la URSS. Las abuelas más espabiladas no ofertan hortalizas sino medabuja, una bebida a base de pera, manzana y miel cuyo porcentaje de alcohol ronda los 5 y 9 grados, aunque al ser casero resulta imposible saberlo con certeza. La babushka a la que compro una botella me narra entre suspiros que en tiempos de la URSS trabajaba como bibliotecaria.